LA MEDIALUNA DE FUEGO EN MARCHIGÜE
Nuestro colaborador Alvaro Tello estaba en la fiesta de la Vendimia que culminó en cenizas. Hoy reflexiona sobre lo sucedido.
Autor: Álvaro Tello, cronista e investigador vitivinícola @vinocracia en IG
La fiesta de vendimia de Marchigüe hasta 2023 se realizó en la Plaza de Armas del mismo pueblo. Un lugar céntrico, tranquilo, que por las tardes parece entrar en pausas de circulación. Allí recibían a visitantes de todos los pueblos vecinos del secano colchaguino, con una calidez y afecto brindado con celeridad.
Al parecer y dado el éxito de la anterior fiesta de la vendimia, para 2024 quisieron redoblar la apuesta, trasladándose a la medialuna del Marchigüe. Parecía el lugar perfecto para realizar un cálculo de mayor exposición y visitantes. El sábado 9 de marzo la vendimia se revestía de enormes encarpados cuya elegancia radica en lo ceremonioso de su altura y forma, y por esa opaca geometría impersonal y seriamente repetida, y que el público asistente a otras vendimias reconocerá bien por el insoportable calor sombrío que se genera en su interior.
Atrás quedó la apertura del ágora pública, de esa plaza aireada que ha sido encariñada por los vecinos de Marchigüe y alrededores. La hospitalidad de la que tanto hacen autorreferencia los marchiguanos, esta vez no podía apreciarse al interior de aquellos rectángulos vinílicos, porque estos hacían de túneles segmentando intereses: por un pasillo estaban los viñateros locales y grandes bodegas, en otro contiguo pero separado estaban los artesanos, distantes de los cocineros, y por allí un improvisado corredor donde se vieron productos que dada su aparente novedad, a más de alguien podían interesar.
Aunque clasificados en bloques, se cumplía a cabalidad lo que propone toda fiesta de vendimia a la chilena, que es abrir oportunidades no sólo a las viñas, sino también a quienes son parte de un territorio donde el vino en el mejor de los casos, consigue cohabitar con la cultura local.
La espectacular inauguración fue registrada por videastas y fotógrafos, quienes iban capturando el vanidoso tránsito tan prototípico de las reconocidas autoridades y personas ilustres, quienes hablan en tono cordial y dejan tras de sí una estela de exquisito perfume. Por casualidad, engalanó la ocasión un desfile de Ferraris rojos y Porsches que pasearon por las afueras con destino a Pichilemu.
A las pocas horas de inaugurada la fiesta, tras los puestos de los viñateros, comenzaron a traslucirse pequeñas lágrimas de plástico encendidas, las que se extendieron en menos de dos minutos por las alturas del encarpado. En tan sólo tres o un poco más, lo que parecía una pira de menor intensidad avanzó hasta cubrir dos carpas. El suelo cubierto de aserrín y los fardos de paja dispuestos cada tantos metros para decoración y funcionalidad, no hicieron más que actuar de suplemento.
Bastaron cinco minutos para que el fuego cubriese más de la mitad de la instalación, consumiendo el trabajo de los artesanos locales, como también los contenedores y puestos de cerveceros, los mobiliarios y artefactos de quienes esperaban asombrarnos con una novedosa culinaria y bebestibles de fiesta.
Cuando el fuego se elevó y cubrió el encarpado por completo, comenzaron a descomprimirse gritos de madres buscando a sus hijos, los llantos asfixiados de quienes prefirieron escapar antes arriesgarse a buscar algo. Simplemente decidieron entregarse a la pérdida.
La rapidez de su extensión permitió que al cabo de una hora pudiésemos apreciar una enorme montonera de ceniza y carbón extendido, en la cual no podía distinguirse la naturaleza y forma de lo que algo era originalmente. La única excepción eran las botellas de vino desparramadas por metros de pasillo, reventadas, torcidas por el calor, y que al revivirlas en mi recuerdo se retuercen aún más, pensando que son pérdidas en medio de una pastosa crisis vitivinícola que afecta a Chile.
Las pérdidas…
No importa si las pérdidas eran de grandes, pequeños o medianos, porque el fuego no clasificó ni discriminó. Sí pude intuir que un montículo de plástico chamuscado fueron mis pertenencias. Ropa, mis herramientas de trabajo, donde acumulé textos por casi 10 años, entre ellos, mi libro, que no alcancé a respaldar en la nube.
Me resuenan muchas palabras y advertencias, entre ellas las de Mariana Martínez, Laurence del Real y Martín Villalobos, quienes comparten algo similar: la monumentalidad encarpada de nuestras fiestas de vendimia, y que es hora de preguntarse quién nos asegura que esas hileras de carpas en una próxima fiesta no volverán a encenderse. ¿Se han dado cuenta que en la mayoría de las fiestas de vendimia las cocinerías están encarpadas o cerca del tendido eléctrico y árboles? ¿Alguien nos ha señalado las zonas de seguridad y vías de escape? ¿Hay medidas o prevención? No lo sabemos o no nos hemos dado cuenta. No es menos importante, si tomamos en cuenta el sobre stock de ferias y celebraciones de vino donde parece no haber un plan. ¿Quién nos asegura estar seguros? Esta no es una pregunta de Perogrullo.
En esto hay responsables, pero quisiera, si es que algo a estas alturas puede pedirse, es clemencia y sincero perdón a quien ocasionó el fuego accidentalmente. Esa persona estaba trabajando e imagino que ilusionada al igual que el resto, pero es el único responsable, y es él quien carga con dolor y pérdida multiplicado de todos. Espero encuentre el consuelo necesario. Doy gracias a la bombera que logró retirarme a tiempo de la caída de un techo. Mi infinito agradecimiento y deuda sea quien seas. Gracias José Sepúlveda por tu ayuda y tranquilidad. Gracias a todos por sus mensajes y llamados. Gracias Tiby Baesler, Mario Oliva, Fernanda Valenzuela, por coincidir en que me queda un lugar seguro y que sólo yo conozco donde mis manos y mi cabeza se trenzan para seguir trabajando. Pero me queda una última lección, y es que el fuego no sólo arrasa con la materialidad, no sólo punza en el vacío de la pérdida, porque además es capaz de calcinar la imaginación y delirio propio de la vanidad, con los cuales se ha disfrazado nuestra verdadera fragilidad.
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